Cuando los tours y viajeros que llegan a visitarla por el día regresan a Kathmandu, Bhaktapur recupera su cadencia de hace cien años. Por eso me gusta quedarme a dormir aquí; las mejores horas para gozar este pequeño ex reino hindú de la etnia Newar son durante el anochecer y el amanecer.
Ahora mismo todavía es de noche, la ciudad está sumida en el silencio que precede a la madrugada. Pero desde mi cama ya se escuchan sutiles sonidos anunciando el alba: Con sus escobitas de esparto, las barrenderas limpian la plaza a la que da mi ventana. Desde dentro de las casas cantan los gallos y los cabritos berrean pidiendo que alguien se levante y les abra la puerta. Los cuervos se están dando una fiesta. Graznan y me los imagino revoloteando sobre los templos, invisibles en la pálida negrura de la noche que ya se aleja. Como durante el atardecer, ahora que amanece vuelven a sonar campanitas en los templos que salpican la ciudad. Las mujeres preparan las pujas (ofrendas armadas en platitos con semillas, flores y algo de comida) que, antes de comenzar con sus quehaceres diarios, llevarán a su dios preferido. Los pájaros dejan sus nidos en los recovecos de los viejos tejados y ahora pían en gran concierto. Desde el campo tan cercano llegan los primeros agricultores con sus viejas balanzas y su carga de repollos, tomates, nabos, zanahorias, cebollas y coliflores. Se instalan en sus sitios de siempre, a lo largo de las veredas y en las plazas, y permanecerán allí hasta el mediodía.
Escucho una tenue canción, un niño recién despierto llamando a su ama, suenan más campanitas, alguien pasa bajo mi ventana con una carretilla. La antigua Bhaktapur despierta, ya se ha hecho de día. En pocos minutos saldré a la calle. Hasta que lleguen los visitantes desde Kathmandu, quizá hasta media mañana, será sólo mía.