Un día un zorzalito se cayó de su nido y lo traje a mi casa. Lo bauticé Isidro; comía medialunas y miguitas de pan. Isidro estuvo conmigo hasta que aprendió a volar. Entonces lo llevé hasta el árbol desde donde se había caído y al ratito desapareció en el cielo, volando, volando, volando, guiado por su mamá.