Un autobús con las ventanas empañadas desde Tánger con una parada en Tetuán. Ay, no lo olvido… Llegaba el invierno a la costa africana, hacía mucho frío y llovía. Dejando atrás el mar tangerino, dejando atrás la Colombe blanche, como llaman en Marruecos a Tetuán, el verde intenso de la cordillera del Rif apenas se insinuaba, hundido entre las nubes bajas. Con mi mochila caminé cuesta arriba desde la gare routière y entré a Chefchaouen por Bab Souk. Entonces me sumergí en el azul. Pensé: el azul se desbordó por error y pronto se acabará. Pero como una ola el azul continuó. Muros, puertas, ventanas, tejados, calles azules, charcos azules. El hamman despedía vapores blancos y olor a madera perfumada. Se escuchaban balidos, se escuchaba el rumor del río que muy abajo corría desbordado.
Nunca salió el sol, esa primera vez. Y amé Chefchaouen así, tormentoso y velado, los hombres con pesadas chilabas de lana, el humo de las chimeneas caracoleando lento, el llamado a la oración desde las humildes mezquitas –Allah Akbar, Allah Akbar-, retumbando cinco veces al día en el azul mojado.
En “Bleu”, te cuento la curiosa y fascinante historia de Chefchaouen.