Es enero y sopla el Sudeste. Tan mío, tan del Bajo, tan sanisidrense. Trae con su ruido a sauces despeinados un montón de recuerdos. La casa de mis abuelos. Estaba ahí arriba, en lo alto de la barranca. Y en los largos atardeceres de verano unos cuántos se juntaban bajo el palo borracho del jardín a hacer tertulia. Los protagonistas eran muchos. Un gran banco de hierro, las Clivias naranjas bajo dos enormes casuarinas, una Strelitzia puntiaguda, mi abuelo regando, mi abuelo yendo y viniendo del mueble-bar a preparar tragos, el círculo de lajas que lastimaban si te caías, mi abuela Lela, los nietos y los mosquitos, un espiral que no servía para nada, mis tías y tíos, mi tía abuela Manena, algún pariente de otro pariente, Arturo, un amigo estrafalario de mi abuelo tan solterón como Manena. Todos hablaban gritando -costumbre de mi familia paterna- y a las voces se las llevaba el viento. Nadie escuchaba a nadie, sólo a un tío loco igual a Don Quijote que no paraba de hacer reír a todos con sus tonterías. Creo que tomaban Campari. Y Gancia y whisky. Y las tertulias duraban desde el momento en que se ponía el sol hasta que la noche se llenaba de estrellas. El Sudeste empezaba a soplar en el exacto momento en que oscurecía, y por arte de magia aplacaba el canto estridente de las chicharras, que no habían parado en todo el día. A mí me daba miedo que con tanto viento se cayeran los pájaros de los nidos. Esto era un secreto: jamás se lo conté a nadie. Jugaba con mis primos, cuidaba a mis hermanos menores y me atiborraba de papas fritas, pero tenía el corazón en vilo y en silencio rogaba al Sudeste Por favor Por favor Por favor que no arrancara pichones de sus nidos.
Cuando ya llegaba la noche de a poco los parientes, conocidos y amigos se iban yendo. Se iban achispados, a pie y del brazo, porque así era la costumbre. Mis tías y mis primos todos varones, mi tío Don Quijote con sus locuras. Como era un caballero, Arturo acompañaba a Manena hasta su casa, que quedaba a sólo media cuadra, y yo fantaseaba con que los dos solterones en el trayecto se enamoraban.
Yo no me iba a ningún lado, porque en esa época vivía en casa de mis abuelos. Como era la más grande de mis hermanos no dormía en la planta baja con papá y mamá, sino subiendo las eternas escaleras del caserón, cerca de la habitación de mis abuelos. Mamá me acompañaba a mi cuarto, me decía Que sueñes con los angelitos, y se iba en seguida. Entonces me quedaba sola, lejos del mundo conocido. Tenía mucho miedo. El Sudeste hacía rechinar la veleta del techo, yo apretaba los ojos y rogaba Por favor por favor por favor que ningún pichón se caiga de su nido.
(Bs As, enero, 2008)
Una hermosura, es como estar ahi en este momento..el nidito..
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